¿Qué habría sido de nosotros, di,
si no existieran puentes?
Pero hay puentes, hay puentes. ¿Los recuerdas?
Nada mejor que pasar las noches
sin algas, en que enero
escribe cartas a la primavera
con níveos alfabetos sobre el mundo,
que abrirse la memoria, el viejo álbum
que lleva en casa varios años
puesto sobre la mesa de la sala
para que se entretengan las visitas.
Voy a abrirlo.
Y como estás dormida y estás lejos
lo podremos mirar sin esa prisa
que tiembla en tu mirada cuando vienes.
Lo podremos mirar, sí, con los ojos
que tú te quitas siempre y que me entregas,
cuando vas a dormir, como sortijas,
para que yo los guarde y no esté ciego.
(Tus ojos son más míos cuando duermes
porque miran a nada o a los sueños,
y yo soy ese sueño, o nada, tuyo.)
Y hoja por hoja,
sin miedo a que se escape tu mirada
con algún dios que cruza por la esquina,
iremos, yo, tus ojos y yo, mientras descansas,
bajo los tersos párpados vacíos,
a cazar puentes, puentes como liebres,
por los campos del tiempo que vivimos.
No puede haber un puente
tan breve como éste,
que es el primero que encontramos: tú.
¿Recuerdas cuántas veces
lo hemos cruzado?
Por lejos que se esté si digo: “tú”,
si dices: “tú”, se pasa invariablemente,
de mí a ti, de ti a mí.
Se pasa
sin sentirlo las alas,
y de pronto me encuentro en el lugar más bello de tu orilla
a la sombra que me hace siempre el alma
cuyo tierno ramaje inmarcesible
son tus miradas, cuando a mí me miran.
millones de palabras nos apartan,
nombres propios o verbos,
y hablar de los demás es siempre un río
que aumenta las distancias de este mundo,
hasta que sin querer se dice: “tú”.
“Tú”, la palabra sola
por donde un gran amor puede pasar
a las islas felices,
seguro, con séquito
de caballos alegres y corales.
El álbum conservo
por si un día te mueres y lo olvidas,
en la página ciento veintidós
y nítida, la estampa
del primer puente o “tú” que nos dijimos.
Sigamos, sí, pasando hojas. Mira:
éste es un puente largo, es de cristales;
se labra, sobre todo, por las noches.
Hay lágrimas que no se pierden nunca
mejilla abajo, en los pañuelos
con que inocentemente pretendemos
cortarles su querencia. Su querencia
se cumple: lo que quieren es unir.
Y nunca que se llora se está lejos.
O tu llanto o mi llanto
sobre las soledades se han tendido
uniendo las distancias
que abren la lógica y las risas
tan peligrosamente
que de no haber sabido llorar bien
junto a helechos minúsculos,
ahora tú y yo estaríamos
separados contentos, y mirándonos
en esas sensateces como espejos,
cuadradas y evidentes, que intentamos
entregarnos un día, al despedirnos.
Lo que nunca he podido averiguar
aunque no he hecho muchos cálculos en láminas
de lagos, con las plumas de los cisnes
es el número
necesario de lágrimas
para poder pasar sin miedo alguno
donde queremos ir. Acaso baste
como bastó una tarde de noviembre,
que está en el álbum, poco más allá,
con que tus ojos tiemblen,
tiemblen, humedecidos, sin llorar.
Permíteme también que te recuerde
tu verde pitillera,
sus cigarrillos y la breve máquina
de plata en que trasmite
después de tantos siglos afanosos
su ambiciosa tarea Prometeo
a unos esbeltos dedos de mujer.
Quizá no sepas, joven todavía
que el humo lleva siempre a alguna parte
donde se quiere estar
si se le pisa con los pies debidos.
Y que tú, a veces, cuando en los divanes
con que la tarde amuebla las ausencias,
tan sin bulto te tiendes como luz
y das principio a un humo con tus labios,
Te has quedado de pronto tan vacía
ya tan fuera de ti, que es necesario
suponer la existencia de algún puente
gris, azul, pero siempre caprichoso
por donde te encaminas hacia mí.
Por eso luego están los ceniceros
llenos de ruinas, como el recordar.
Y ya no quiero
cansarte más, el álbum
suele cansar. Te enseñaré, lo último,
la esfera de un relój, toda ella puentes.
Como pasamos juntos
un día entero sin pecado alguno,
ningún minuto nos separa ya.
Escoge, busca, entre las veinticuatro
crueles separadoras de los hombres,
una que no nos haya unido, una.
Busca
en las horas de invierno
cuando a las cuatro era de noche
y cantaban los tés en las teteras:
verás un puente, allí.
Busca en las horas de las vacaciones,
las matinales, en las cándidas auroras
que de puro blancor avergonzaron
a las tristes censuras de la noche
apagando su voz. Y nos encontrarás.
Escruta los rincones
más raros, en el tiempo;
las tres y cinco de la madrugada,
cuando se paran todos los rencores
ante dos cuerpos que enlazados duermen;
las doce, tan redondas, del estío
las seis y veinte, la una y treinta y dos:
todas han sido puentes y conservan
las huellas que imprimimos, su gran honra.
Si por unas pasaste
toda hacia mí en los labios
sacrificándome tu cuerpo
para que se lograra lo inmortal,
por otras has cruzado,
sin sentirlo tú misma, cuando yo
velaba tu misterio adormecido.
Todas las horas fueron y vinieron
de ti a mí, de mí a ti.
Y cuando vayas por el mundo sola
y veas los relojes de estaciones
donde tanto se cuenta ir y venir,
o cuando tu muñeca se desciña
el recuerdo mejor que yo te di,
comprenderás que por cualquier hora
podemos encontrar lo que buscábamos:
el amor y las horas por venir.
No hay más estampas.
Cerremos la memoria.
Y cuando te despierte
y yo vuelva a colocar los ojos
allí, donde ellos me enseñaron a mirar,
te hablaré en voz muy baja de otro puente,
por si acaso tú quieres.
Porque queda otro y otro y otro, aún.
Pedro Salinas
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